Se
retransmiten por televisión noticias sobre refugiados cada día. Sus caras
aparecen en millones de periódicos de decenas de países. Ver su sufrimiento a
través de las pantallas o sobre el papel se ha convertido en algo tan rutinario
que apenas nos fijamos. Quizás porque nos aportan demasiada información en
pocos segundos.
Lo
vemos demasiado lejano y demasiado diferente. Da la sensación de que no nos
puede afectar y que nunca nos veremos ni nos hemos visto en una sensación
semejante, pero no es así. Los españoles también fuimos refugiados y no hace
tanto tiempo.
Seguramente
todos los españoles con suficiente edad para comprenderlo habrán oído hablar
sobre la Guerra Civil Española. Ya han pasado 80 años desde su inicio, pero aún
sigue con nosotros gente que la vivió en su propia piel, que sintió el miedo,
el hambre, la pérdida y la muerte.
Una
de estas personas fue mi yaya, mi abuela, Silvestra Moreno García, la duodécima
de trece hermanos,. Su familia se trasladó de Madrid a Barcelona huyendo de las
bombas que caían diariamente sobre la ciudad. Por aquel entonces España ya se
había convertido en el laboratorio de diversos países que querían probar la
efectividad de sus armas antes de usarlas en la Segunda Guerra Mundial.
Corría
el año 1938. Las tropas franquistas se acercaban peligrosamente a Cataluña, aún
en manos republicanas. Sería noviembre o diciembre, quizás incluso enero o
febrero del año siguiente. Por aquel entonces la Generalitat se llevaba a gran
cantidad de niños en edad escolar de colonias, ya fuera invierno o verano, para
alejarlos de las ciudades y la guerra. Algunos de estos niños fueron mi yaya,
que tenía solo cuatro años, y cuatro de sus hermanos mayores, la mayor de los
cuales tendría unos doce años.
Mi
bisabuela oyó entonces sobre la cercanía de los nacionales y se apresuró a ir
en busca de sus cinco hijos. Desgraciadamente, allí le dijeron que sin permiso
de la Generalitat no podía llevárselos, por lo que tuvo que volver a Barcelona,
pero cuando regresó a por ellos los nacionales ya habían entrado en Cataluña y
a todos los niños los habían cargado en camiones para llevarlos a Francia y que
no sufrieran las penurias de la guerra. Allí fueron encerrados en campos de
refugiados, recientemente reconocidos como campos de concentración. Mis bisabuelos,
junto a las hermanas mayores, cruzaron la frontera a pie y acabaron confinados
en el mismo lugar, pudiendo solo salir para trabajar.
Entrevista a Silvestra
Moreno:
¿Cuál es el recuerdo más positivo que
tienes de aquel momento? ¿Y el peor?
Alfonso (mi hermano) y yo estuvimos enfermos
y cuando nos encontramos un poco mejor, nos dedicamos a saltar de una cama a
otra. También recuerdo las canciones y poesías que nos enseñaban en la
“escuela” que hablaban de lo agradecidos que estábamos a Francia que nos había
acogido.
El peor momento fue tener que hablar con mi
padre a través de una gran alambrada entre los dos campos (el de mujeres y el
de hombres) y nos teníamos que hablar a gritos.
¿Cómo salisteis de allí y volvisteis a
España?
Pues cuando abrieron las fronteras para
dejar entrar a las personas que queríamos regresar (tras el inicio de la
Segunda Guerra Mundial), nos subimos a un
tren, que era de carga, no de pasaje. Eran trenes con vagones donde llevaban
ganado, materiales y allí íbamos nosotros, con el suelo lleno de paja para
sentarnos. A paso de ganso, porque tardábamos una eternidad de una estación a
la otra. Recuerdo que se paraban continuamente en las estaciones y venían los
de la Cruz Roja a darnos lo que decían un “café con leche”, pero aquello era
todo menos café con leche. El caso es que nos daban cosas calientes. Hay
anécdotas que la gente no se las imagina, pero como no teníamos váter ni nada,
porque eran vagones de carga, a veces habíamos hecho pipí en una lata, tirábamos
el pipí y en aquella misma lata, como no teníamos agua para aclararla, nos
ponían el café y la leche caliente y nos los bebíamos. Imagina la cantidad de
cosas que teníamos que pasar.
¿Cómo vivisteis al volver a España?
Cuando llegamos a España, como ya habíamos
venido a Barcelona, fuimos allí directamente. Lo que hicimos al salir del tren
fue llegar a una casa y pedir que nos alquilaran una habitación. Nos metimos
todos en aquella habitación aquella noche y al día siguiente mi madre, con una
de mis hermanas, fueron a buscar una casa donde meternos. Era una que aún
estaban construyendo en un sitio no muy lejano de donde habíamos dormido y que
no tenía ni ventanas ni puertas, pero que nos metimos allí todos. Pusimos
primero una manta, para que no entrara el aire y luego ya lo arreglaron mis
hermanos como pudieron, poniendo una puerta, y fuimos arreglando las cosas poco
a poco. El caso era tener un techado donde dormir. Así fueron los principios de
nuestro regreso. Mis hermanas mayores tuvieron que buscarse trabajo en lo que
pudieron. Una sirviendo en una casa, otra en otro sitio y Petra estudiando en
el clínico. Se metió de enfermera, ya que entonces no pedían los estudios como
ahora. Lo que interesaba era gente que hiciera el trabajo. Ella se pudo poner a
trabajar de enfermera y al mismo tiempo estudiaba. Lo que pasa es que nació
Mari Carmen (su hija) y nos la trajo
a casa para que la cuidáramos, mientras ella trabajaba, porque no podía
ocuparse de ella.
¿De qué manera ha influido este hecho en tu
vida?
De muchas maneras. Sobre todo en la manera
de ser solidarios entre nosotros, los hermanos. Hemos sido siempre muy… “unos
por otros”, sobre todo mientras estuvimos todos en la casa. Luego, cuando han
ido casándose, se ha ido separando un poco más la familia. Pero mi madre nos
unía a todos.
Mi
yaya también fue galardonada con el Premi Creu de Sant Jordi (Premio Cruz de San Jorge) en junio del año
2000, por su trabajo ejemplar de atención a personas discapacitadas,
concretamente enfermos mentales. Como presidenta de la Federació Catalana d'Associacions de Familiars de
Malalts Mentals (Federación Catalana de
Asociaciones de Familiares de Enfermos Mentales) y de la Confederación Española
de Agrupaciones de Familiares y Personas con Enfermedad Mental (FEAFES) y
también como la fundadora y presidenta de la Fundació Malalts Mentals de Catalunya (Fundación de Enfermos
Mentales de Cataluña). El premio destaca especialmente la ayuda prestada a las
familias que se encontraban en esta situación.
¿Qué te empujó a dedicar tu vida a estas
personas?
Bueno, primero es mejor hablar de la vida en
la posguerra: cómo luchamos, cómo estudiamos y cómo mis hermanos mayores no
consintieron que los pequeños fuéramos a trabajar a una fábrica, sino que nos
obligaron a ir al colegio y a las academias para prepararnos y no tener que ir
a una fábrica. El único que no acabó en un despacho fue Alfonso, porque no
quería estudiar. Pero Lupe y yo siempre trabajamos en un despacho. En uno de
estos despachos conocí al yayo Antonio. Cuando me casé con él, a través de su
padre, que enfermó de demencia senil, entré en contacto con el mundo de la
psiquiatría. Como yo tuve muchos problemas para que me ayudaran a cuidar al
abuelo (su suegro), porque estaba muy
agresivo y no lo podíamos dominar (quería pegar a la gente y todo), empecé a
entender un poco, quizás, lo que era el problema de la enfermedad. Y cuando lo
ingresaron en el hospital psiquiátrico (cosa que ya no se hacía entonces, que
ya estaban de cara a reformar la psiquiatría y se cerraban los grandes
hospitales), no sé por qué me dediqué a escuchar a las familias y a entender,
más que a las familias, a los enfermos que estaban en el hospital. Los
consideraban como números, algunos no tenían ni carné de identidad. Se los
estaban rehaciendo. Había enfermos que llevaban 40 ó 50 años ingresados en ese
hospital. Y estaban bien, únicamente con el tratamiento, porque ya había
antipsicóticos, por lo que no necesitaban estar ingresados. Empecé a ocuparme
un poco de ellos, no de atenderlos, sino de defender su derecho a recibir un
trato más humano, más justo y a ser tratados y no tirados a la calle como
querían hacer. Los querían poner en medio de la calle, sin tener en cuenta que
muchos de ellos, después de estar entre 10 y 50 años dentro de un hospital, no
estaban en condiciones de volver a la sociedad sin una preparación y sin un
cuidado. Querían devolverlos y eso era lo que nos indignaba a las familias y a
las asociaciones de vecinos que estaban alrededor. Así empecé a involucrarme y
a luchar, al igual que se hace ahora, en manifestaciones, reclamando los
derechos de aquellas personas y de sus familias. Porque indirectamente estaban
todos implicados y algunas familias estaban completamente desestructuradas y
sin nadie que les escuchara. Así fui poco a poco involucrándome y fui
interviniendo en la creación de las asociaciones de familiares. Y después en la
creación de la primera fundación tutelar que ha operado en toda España.
Indudablemente, cuando se habla de una cosa como esta, la gente cree que solo
lo ha hecho la persona que ha recibido la medalla. No. Sola no podría haberlo
hecho. Lo hice porque fui capaz de aglutinar en torno al problema a mucha gente
y esa gente fue la que trabajó y la que luchó conmigo para que tuvieran todo lo
que necesitaban en aquel momento. Si no, habría sido imposible.
Necesitaría
un libro entero para contaros todo lo extraordinario de mi yaya y su vida y me
faltarían las palabras necesarias, ya que no existen las que expresen lo
especial que es. Y sí, fue refugiada, como podríamos haberlo sido tú y yo de
haber nacido a principios del siglo pasado,; como son los millones de personas
que huyen cada día de sus países en busca de una vida mejor que nuestros países
no les permiten tener.
Judit
Fernández Roca, colaboradora del grupo Aequitas25.
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