13 de junio de 2016

Historia de una refugiada: mi yaya

Se retransmiten por televisión noticias sobre refugiados cada día. Sus caras aparecen en millones de periódicos de decenas de países. Ver su sufrimiento a través de las pantallas o sobre el papel se ha convertido en algo tan rutinario que apenas nos fijamos. Quizás porque nos aportan demasiada información en pocos segundos.

Lo vemos demasiado lejano y demasiado diferente. Da la sensación de que no nos puede afectar y que nunca nos veremos ni nos hemos visto en una sensación semejante, pero no es así. Los españoles también fuimos refugiados y no hace tanto tiempo.

Seguramente todos los españoles con suficiente edad para comprenderlo habrán oído hablar sobre la Guerra Civil Española. Ya han pasado 80 años desde su inicio, pero aún sigue con nosotros gente que la vivió en su propia piel, que sintió el miedo, el hambre, la pérdida y la muerte.



Una de estas personas fue mi yaya, mi abuela, Silvestra Moreno García, la duodécima de trece hermanos,. Su familia se trasladó de Madrid a Barcelona huyendo de las bombas que caían diariamente sobre la ciudad. Por aquel entonces España ya se había convertido en el laboratorio de diversos países que querían probar la efectividad de sus armas antes de usarlas en la Segunda Guerra Mundial.

Corría el año 1938. Las tropas franquistas se acercaban peligrosamente a Cataluña, aún en manos republicanas. Sería noviembre o diciembre, quizás incluso enero o febrero del año siguiente. Por aquel entonces la Generalitat se llevaba a gran cantidad de niños en edad escolar de colonias, ya fuera invierno o verano, para alejarlos de las ciudades y la guerra. Algunos de estos niños fueron mi yaya, que tenía solo cuatro años, y cuatro de sus hermanos mayores, la mayor de los cuales tendría unos doce años.

Mi bisabuela oyó entonces sobre la cercanía de los nacionales y se apresuró a ir en busca de sus cinco hijos. Desgraciadamente, allí le dijeron que sin permiso de la Generalitat no podía llevárselos, por lo que tuvo que volver a Barcelona, pero cuando regresó a por ellos los nacionales ya habían entrado en Cataluña y a todos los niños los habían cargado en camiones para llevarlos a Francia y que no sufrieran las penurias de la guerra. Allí fueron encerrados en campos de refugiados, recientemente reconocidos como campos de concentración. Mis bisabuelos, junto a las hermanas mayores, cruzaron la frontera a pie y acabaron confinados en el mismo lugar, pudiendo solo salir para trabajar.

Entrevista a Silvestra Moreno:
¿Cuál es el recuerdo más positivo que tienes de aquel momento? ¿Y el peor?
Alfonso (mi hermano) y yo estuvimos enfermos y cuando nos encontramos un poco mejor, nos dedicamos a saltar de una cama a otra. También recuerdo las canciones y poesías que nos enseñaban en la “escuela” que hablaban de lo agradecidos que estábamos a Francia que nos había acogido.
El peor momento fue tener que hablar con mi padre a través de una gran alambrada entre los dos campos (el de mujeres y el de hombres) y nos teníamos que hablar a gritos.

¿Cómo salisteis de allí y volvisteis a España?
Pues cuando abrieron las fronteras para dejar entrar a las personas que queríamos regresar (tras el inicio de la Segunda Guerra Mundial), nos subimos a un tren, que era de carga, no de pasaje. Eran trenes con vagones donde llevaban ganado, materiales y allí íbamos nosotros, con el suelo lleno de paja para sentarnos. A paso de ganso, porque tardábamos una eternidad de una estación a la otra. Recuerdo que se paraban continuamente en las estaciones y venían los de la Cruz Roja a darnos lo que decían un “café con leche”, pero aquello era todo menos café con leche. El caso es que nos daban cosas calientes. Hay anécdotas que la gente no se las imagina, pero como no teníamos váter ni nada, porque eran vagones de carga, a veces habíamos hecho pipí en una lata, tirábamos el pipí y en aquella misma lata, como no teníamos agua para aclararla, nos ponían el café y la leche caliente y nos los bebíamos. Imagina la cantidad de cosas que teníamos que pasar.

¿Cómo vivisteis al volver a España?
Cuando llegamos a España, como ya habíamos venido a Barcelona, fuimos allí directamente. Lo que hicimos al salir del tren fue llegar a una casa y pedir que nos alquilaran una habitación. Nos metimos todos en aquella habitación aquella noche y al día siguiente mi madre, con una de mis hermanas, fueron a buscar una casa donde meternos. Era una que aún estaban construyendo en un sitio no muy lejano de donde habíamos dormido y que no tenía ni ventanas ni puertas, pero que nos metimos allí todos. Pusimos primero una manta, para que no entrara el aire y luego ya lo arreglaron mis hermanos como pudieron, poniendo una puerta, y fuimos arreglando las cosas poco a poco. El caso era tener un techado donde dormir. Así fueron los principios de nuestro regreso. Mis hermanas mayores tuvieron que buscarse trabajo en lo que pudieron. Una sirviendo en una casa, otra en otro sitio y Petra estudiando en el clínico. Se metió de enfermera, ya que entonces no pedían los estudios como ahora. Lo que interesaba era gente que hiciera el trabajo. Ella se pudo poner a trabajar de enfermera y al mismo tiempo estudiaba. Lo que pasa es que nació Mari Carmen (su hija) y nos la trajo a casa para que la cuidáramos, mientras ella trabajaba, porque no podía ocuparse de ella.

¿De qué manera ha influido este hecho en tu vida?
De muchas maneras. Sobre todo en la manera de ser solidarios entre nosotros, los hermanos. Hemos sido siempre muy… “unos por otros”, sobre todo mientras estuvimos todos en la casa. Luego, cuando han ido casándose, se ha ido separando un poco más la familia. Pero mi madre nos unía a todos.




Mi yaya también fue galardonada con el Premi Creu de Sant Jordi (Premio Cruz de San Jorge) en junio del año 2000, por su trabajo ejemplar de atención a personas discapacitadas, concretamente enfermos mentales. Como presidenta de la Federació Catalana d'Associacions de Familiars de Malalts Mentals (Federación Catalana de Asociaciones de Familiares de Enfermos Mentales) y de la Confederación Española de Agrupaciones de Familiares y Personas con Enfermedad Mental (FEAFES) y también como la fundadora y presidenta de la Fundació Malalts Mentals de Catalunya (Fundación de Enfermos Mentales de Cataluña). El premio destaca especialmente la ayuda prestada a las familias que se encontraban en esta situación.

¿Qué te empujó a dedicar tu vida a estas personas?
Bueno, primero es mejor hablar de la vida en la posguerra: cómo luchamos, cómo estudiamos y cómo mis hermanos mayores no consintieron que los pequeños fuéramos a trabajar a una fábrica, sino que nos obligaron a ir al colegio y a las academias para prepararnos y no tener que ir a una fábrica. El único que no acabó en un despacho fue Alfonso, porque no quería estudiar. Pero Lupe y yo siempre trabajamos en un despacho. En uno de estos despachos conocí al yayo Antonio. Cuando me casé con él, a través de su padre, que enfermó de demencia senil, entré en contacto con el mundo de la psiquiatría. Como yo tuve muchos problemas para que me ayudaran a cuidar al abuelo (su suegro), porque estaba muy agresivo y no lo podíamos dominar (quería pegar a la gente y todo), empecé a entender un poco, quizás, lo que era el problema de la enfermedad. Y cuando lo ingresaron en el hospital psiquiátrico (cosa que ya no se hacía entonces, que ya estaban de cara a reformar la psiquiatría y se cerraban los grandes hospitales), no sé por qué me dediqué a escuchar a las familias y a entender, más que a las familias, a los enfermos que estaban en el hospital. Los consideraban como números, algunos no tenían ni carné de identidad. Se los estaban rehaciendo. Había enfermos que llevaban 40 ó 50 años ingresados en ese hospital. Y estaban bien, únicamente con el tratamiento, porque ya había antipsicóticos, por lo que no necesitaban estar ingresados. Empecé a ocuparme un poco de ellos, no de atenderlos, sino de defender su derecho a recibir un trato más humano, más justo y a ser tratados y no tirados a la calle como querían hacer. Los querían poner en medio de la calle, sin tener en cuenta que muchos de ellos, después de estar entre 10 y 50 años dentro de un hospital, no estaban en condiciones de volver a la sociedad sin una preparación y sin un cuidado. Querían devolverlos y eso era lo que nos indignaba a las familias y a las asociaciones de vecinos que estaban alrededor. Así empecé a involucrarme y a luchar, al igual que se hace ahora, en manifestaciones, reclamando los derechos de aquellas personas y de sus familias. Porque indirectamente estaban todos implicados y algunas familias estaban completamente desestructuradas y sin nadie que les escuchara. Así fui poco a poco involucrándome y fui interviniendo en la creación de las asociaciones de familiares. Y después en la creación de la primera fundación tutelar que ha operado en toda España. Indudablemente, cuando se habla de una cosa como esta, la gente cree que solo lo ha hecho la persona que ha recibido la medalla. No. Sola no podría haberlo hecho. Lo hice porque fui capaz de aglutinar en torno al problema a mucha gente y esa gente fue la que trabajó y la que luchó conmigo para que tuvieran todo lo que necesitaban en aquel momento. Si no, habría sido imposible.


Necesitaría un libro entero para contaros todo lo extraordinario de mi yaya y su vida y me faltarían las palabras necesarias, ya que no existen las que expresen lo especial que es. Y sí, fue refugiada, como podríamos haberlo sido tú y yo de haber nacido a principios del siglo pasado,; como son los millones de personas que huyen cada día de sus países en busca de una vida mejor que nuestros países no les permiten tener.



Judit Fernández Roca, colaboradora del grupo Aequitas25.

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