24 de octubre de 2017

Un momento agridulce

Esta semana pasada, en mi rutina diaria de coger metro y autobús, me disponía a volver de la facultad después de una mañana intensa, tanto por el cansancio como por el excesivo temario dado ese día. Lo normal en esos días de saturación, mis días de agobio y desganas, es que me abstenga de hablar, comentar o incluso observar lo que hacen las personas que tengo a alrededor analizándolas. Apoyo mi codo en el pequeño resalto que me deja el cristal del autobús y echo mi cabeza sobre el cristal. Miro los coches pasar. Sé que cuando me he montado en el autobús, como de costumbre, me he decidido por ocupar el final para no estorbar a todo aquel que tenga que entrar. Cuando llego me siento en uno de los dos asientos que hay enfrentados a otros dos, de espaldas a la marcha del autobús. Frente a mí dos señoras mayores que aparentemente, y por lo que observé, no se conocían de nada pero iban animosamente charlando sobre el calor que hacía.

El autobús para, dejando pasajeros en la marquesina y recogiendo a otros tantos para continuar su viaje por la Ronda de Capuchinos. Escucho voces que vienen de mi espalda y que identifico de tal manera que sé automáticamente a qué grupo de personas correspondían. Se sitúan a la altura del lugar donde me encuentro sentado y una de las personas mayores se levanta de su asiento ofreciéndole el sitio. Giro la cabeza y era un grupo, como ya bien había reconocido, de personas con discapacidad mental. Eran tres. Pero no iban solas, iban con jóvenes de unos veintitantos que los acompañaban a trabajar a un bar. Todo esto lo sé por la conversación, con un tono elevado, que venían teniendo conforme se acercaban.

Aparentemente la situación era normal, en un día normal, con gente educada que ofrece el sitio al mismo tiempo que otros muchos hacemos lo mismo. Una de las personas discapacitadas, chica, estaba subiendo el escalón que le impedía llegar a su asiento y sentarse, cuando repentinamente la otra señora mayor que justamente yo tenía enfrente ocupa su asiento dejando libre el que yo tenía frente a mí. La mujer, que había observado la situación tan bien como yo, con toda su frescura y cara dura, ocupó el asiento que iba a ocupar la chica dejando a esta sin lugar para sentarse. La chica educadamente le dijo que ella iba a sentarse ahí que estaba subiendo el escalón porque la otra señora le había dejado el asiento, a lo que la señora que estaba estorbando en el momento contestó: “ay lo siento mucho pero es que me bajo dentro de cuatro paradas”. CUATRO paradas. La pobre chica que se había quedado sin su asiento intentó llegar al que estaba frente a mí, pero su discapacidad no le permitía  poder subir bien el escalón y hacerlo sin pisar a nadie ni estorbar para poder sentarse. Le faltó poco para caerse a mis pies. Finalmente, con la ayuda del hombre que iba a mi lado, la mía y el esfuerzo de ella agarrada a un asa, la levantamos y la sentamos en el asiento que quedaba vacío junto a la ventana.

Me paré y pensé. Todo había pasado en cuestión de segundos. Yo venía pensando en mis cosas, mirando los coches pasar, cuando de un momento a otro reaccioné para que esa mujer no cayera al suelo. La señora que había ocasionado esto seguía sentada, ahí en el otro asiento, seria, con la mirada firme, sin intención de disculparse. El hombre que estaba a mi lado, y yo nos miramos; la señora que se había levantado para ceder el sitio, nos miró; incluso los jóvenes que venía acompañándola cruzaron miradas. Nadie se atrevió a decirle nada a esa mujer. Todo lo que pudimos hacer fue ayudar a esa chica que seguía su trayecto con la misma energía, felicidad y entusiasmo por lo que le iba a acontecer en breve en el bar al que iba a trabajar. Y creo que fue por eso por lo que todos fuimos cobardes. Porque vimos la felicidad de esa persona por conseguir su ansiado sitio e ir contenta hablándonos a los que la rodeábamos, contándonos que se iba a trabajar en aquel momento con sus amigos. No queríamos romper ese halo de alegría para llamarle la atención a esa señora que, bajo mi punto de vista, no tuvo ni siquiera un ápice de dignidad para reconocer y pedir disculpas ante la situación tan tensa que creó en menos de un minuto.

¿Qué malo puede llegar a ser el ser humano, no? Qué poca conciencia social tenemos. Qué difícil es a veces ser bueno. O eso parece. Pero yo no lo creo. Me quedo con que alguna persona buena de este mundo le estaba dando trabajo a gente con discapacidad mental para normalizar su situación y contribuir a la eliminación de ese rechazo social que sufren personas como las que me topé la semana pasada. Gracias a todas esas personas que ponen su granito de arena por incluir a todas y cada unas de las personas con algún tipo de discapacidad en la sociedad. Gracias.


Óscar García Portero, colaborador del grupo Aequitas25





1 comentario:

  1. Felicidades Óscar por sacar a la luz un tema tan necesario como la integración laboral de personas discapacitadas y hacerlo denunciando igualmente la falta de educación y de solidaridad de algunas personas en los transportes públicos.
    Un gesto tan sencillo como ceder el asiento en un transporte público muestra rápidamente la calidad humana de la persona que lo realiza. En este caso, además era doblemente clarificador ya que iba dirigido a personas con las que se debe tener una sensibilidad especial.
    En este relato, me gusta especialmente el hecho de que la alegría de la chica, no se vea afectada por el mal gesto de la señora, sino que incluso la anima a compartir su entusiasmo con los que la rodean. Mostrando la alegría y el orgullo que supone para ella empezar a trabajar.
    Afortunadamente hay muchas personas y asociaciones que se ocupan de que estas personas rompan cada vez más barreras, se integren en la vida laboral y dejen de ser invisibles; aportando y enriqueciendo a nuestra sociedad con su presencia activa en ella.
    Gracias a todos ellos.
    Claudia Aguilar Valero – 2º Bach A

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